Mempo Giardinelli
El cielo con las manos
Aquellas cosas que le vengo contando, aunque sucedieron hace mucho, siguen vivas en mí. Aurora no ha muerto, jamás murió en mi memoria, y por eso ahora recobra tanta vida, genera tanto pánico. Yo no sé si la he seguido amando, si la amo todavía, pero sé que el amor que le profesé me marcó todos estos años. Y eso no es poquita cosa. Me quedé recordándola en silencio, queriéndola acaso, de manera impotente, concreta y tangiblemente inútil, sin atreverme a decírselo, a buscarla, a obligarla a ser partícipe responsable de lo que hizo. Porque un amor nunca es producto de una sola persona; no hay práctica unilateral en el amor. Ella fue responsable de que yo la quisiera. Y por eso tengo tanta bronca, también.
Ahora me siento doblegado. Ha de ser por eso que insisto en esta sensación de culpa, que seguramente no es sino la expresión de culpas viejas, de una rabia sólida como un dintel de madera de lapacho. Porque uno es tramposo, no hay caso: en vez de largarse a llorar, en lugar de reconocer que uno está hecho pelotas, opta por digresiones como ésta para retener su atención, para que no me deje solo, Jaime. No hay nada peor que el miedo a estar solo. Lo cual es una soberana estupidez, porque siempre estamos solos, porque a todos nos faltan las Auroras, porque todos alguna vez amamos a una Aurora que nos cagó la vida.
Y uno, entonces, se queda así. Aferrado a una oreja como la suya, pero para descubrir a cada momento que no tiene rumbo, que los rumbos no existen y sólo hay caminos que conducen a ninguna parte, escenarios que se cree recordar, caras que aparecen para luego esfumarse. Y hay, también, un amor y un odio así de grande, como éstos, que ya no sé cómo hacer para explicarlos, para racionalizarlos a fin de que duelan menos, porque la racionalización, usted sabe, es una manera de enfriar las cosas.
Vidas ejemplares
Lo que no me dolió al instante empezó a lastimarme después, como cuando te cortás un dedo con una Gillette.
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El cielo con las manos
Aquellas cosas que le vengo contando, aunque sucedieron hace mucho, siguen vivas en mí. Aurora no ha muerto, jamás murió en mi memoria, y por eso ahora recobra tanta vida, genera tanto pánico. Yo no sé si la he seguido amando, si la amo todavía, pero sé que el amor que le profesé me marcó todos estos años. Y eso no es poquita cosa. Me quedé recordándola en silencio, queriéndola acaso, de manera impotente, concreta y tangiblemente inútil, sin atreverme a decírselo, a buscarla, a obligarla a ser partícipe responsable de lo que hizo. Porque un amor nunca es producto de una sola persona; no hay práctica unilateral en el amor. Ella fue responsable de que yo la quisiera. Y por eso tengo tanta bronca, también.
Ahora me siento doblegado. Ha de ser por eso que insisto en esta sensación de culpa, que seguramente no es sino la expresión de culpas viejas, de una rabia sólida como un dintel de madera de lapacho. Porque uno es tramposo, no hay caso: en vez de largarse a llorar, en lugar de reconocer que uno está hecho pelotas, opta por digresiones como ésta para retener su atención, para que no me deje solo, Jaime. No hay nada peor que el miedo a estar solo. Lo cual es una soberana estupidez, porque siempre estamos solos, porque a todos nos faltan las Auroras, porque todos alguna vez amamos a una Aurora que nos cagó la vida.
Y uno, entonces, se queda así. Aferrado a una oreja como la suya, pero para descubrir a cada momento que no tiene rumbo, que los rumbos no existen y sólo hay caminos que conducen a ninguna parte, escenarios que se cree recordar, caras que aparecen para luego esfumarse. Y hay, también, un amor y un odio así de grande, como éstos, que ya no sé cómo hacer para explicarlos, para racionalizarlos a fin de que duelan menos, porque la racionalización, usted sabe, es una manera de enfriar las cosas.
Vidas ejemplares
Lo que no me dolió al instante empezó a lastimarme después, como cuando te cortás un dedo con una Gillette.
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(...) la espera fue dura, lenta, angustiosa. se nutrió de rutina, de ilusiones, de desconsuelos, y aun de ese frío inexplicable como el que uno siente en las noches de estío (...). Se nutrió, en el fondo, de una profunda ternura que yo llamaría pueblerina, inocente, y que me dio mucha rabia advertir.
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(...) con esa tristeza infinita, pertinaz, inagotable.
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cuando disqué tu número pensé en todo esto y cerré los ojos porque ansiaba tu voz segura, envolvente. Fui ingenuo.
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Un hombre consigue engatusar en todo; salvo en lo de inteligente y valiente.
La revolución en bicicleta
(...) vos no entendés, vieja, nunca entendés esas cosas, un hombre necesita de vez en cuando estar en sitios inherentemente inútiles.
Los hombres siempre tenemos períodos de anestesia, en la vida, ¿no cree? Lo malo es cuando eso se convierte en letargo insensible, del que uno ya no se recupera.
(...) tenía justo el pretexto que me faltaba para superar la prudencia. Me sentía traicionado. Y a la traición se responde violentamente, porque el que se ablanda pierde. Y a mí no me gusta perder. A nadie le gusta.
(...) Tarea dura. Sobre todo cuando va pasando el tiempo, y la derrota empieza a doler más. Porque las derrotas duelen siempre mucho más en las perspectivas históricas. Cuando han pasado la calentura del combate y el desconcierto del momento.
La revolución en bicicleta
(...) vos no entendés, vieja, nunca entendés esas cosas, un hombre necesita de vez en cuando estar en sitios inherentemente inútiles.
Los hombres siempre tenemos períodos de anestesia, en la vida, ¿no cree? Lo malo es cuando eso se convierte en letargo insensible, del que uno ya no se recupera.
(...) tenía justo el pretexto que me faltaba para superar la prudencia. Me sentía traicionado. Y a la traición se responde violentamente, porque el que se ablanda pierde. Y a mí no me gusta perder. A nadie le gusta.
(...) Tarea dura. Sobre todo cuando va pasando el tiempo, y la derrota empieza a doler más. Porque las derrotas duelen siempre mucho más en las perspectivas históricas. Cuando han pasado la calentura del combate y el desconcierto del momento.
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