lunes, 24 de julio de 2017

Archer, el ojo de la conciencia.

     El hombre del espejo era grande, de cuerpo chato y rostro enjuto. Uno de sus ojos grises era mayor que el otro y se hinchaba y oscilaba como el ojo de la conciencia. El otro ojo era pequeño, de mirada dura y astuta. Permanecí inmóvil por un instante, fascinado por mi propio rostro deformado, y la habitación misma invertida como uno de esos dibujos con trampa de los tests psicológicos. Durante un momento no fui más que el hombre del espejo, la sombra sin vida propia que atisbaba con un ojo grande y otro pequeño, a través de un vidrio sucio, las sucias vidas de personas pertenecientes a un mundo muy sucio.

     No supe qué decir. Opté por algo trivial y suavizante.
     -Todas las cosas malas ya han sucedido, ¿verdad?
     -Excepto la desolación que hay en mi corazón.
     De no ser por su absoluta seriedad, la frase habría sonado tonta.

     Permanecí sentado con una tercera taza de café y pensé en Maude Slocum. La suya era una de esas historias sin villanos ni héroes. No había nadie a quien admirar ni a quien acusar. Todo el mundo se había hecho daño a sí mismo y lo había hecho a otros. Todo el mundo había fracasado. Todo el mundo había sufrido.

     La compasión por sí mismo resonaba detrás de sus palabras como una rata detrás de la pared.

     Los finales felices y las naranjas más grandes, California las reservaba para la exportación.

 (De La piscina de los ahogados).
Paul Newman como "Harper"

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