miércoles, 21 de marzo de 2018

El caballero que cayó al mar, H. C. Lewis.

Como si por primera vez se diera cuenta de que todos los molestos problemas de su vida eran irrelevantes e intrascendentes; y aún así se avergonzaba de haberlos tenido en el mismo mundo que ahora creaba una situación como esa.

Imaginó que nunca olvidaría la intensidad de ese momento.

Por lo demás, la vida transcurría plácidamente, casi sin murmurarle en los oídos.



miércoles, 7 de marzo de 2018

El expediente Archer, de Macdonald. Comparaciones, etc.

(...) -dijo con una sonrisa ladeada como una grieta causada por el calor en un melón.

     Sus ojos se estaban encendiendo, como si la perspectiva de la violencia le excitara.

     Los músculos de su brazo se movían como serpientes drogadas.

     (...) traté de darle un golpe en la nuca. Tenía la parte trasera del cuello abultada y dura como un tronco de secuoya.

     El sol estaba bajo cuando llegué a Palm Springs; emitía un fulgor rojo apagado como la colilla de un puro colocada en equilibrio sobre el borde del horizonte.

     Nos dirigimos al mar, que relucía al pie de la ciudad como un trozo de cielo caído.

     Pisó el acelerador mientras sorteaba el tráfico del mediodía por el paseo marítimo. Las palmeras pasaban a toda velocidad como locos desgreñados corriendo por la orilla del mar de azogue.

     El Cadillac se hallaba aparcado junto a la terraza con parras, como un objeto en un anuncio a cuatro colores.
   
     La puerta tenía una pequeña ventana rectangular. Se abrió deslizándose, y un ojo verde relució como una esmeralda imperfecta a través de la abertura.

     Para entonces el sol se había puesto sobre el mar. En el lado oeste del cielo había cirros de colores como garabatos infantiles.

     Sus ojos se volvieron pequeños y metálicos, como cabezas de clavos en la masa de su cara.

     Sus ojos se endurecieron y relucieron como lascas de mineral de cobre a la sombra de su sombrero.

     Era un pueblo sin actividad, atiborrado de dinero y aturdido por el sol. Investigué sobre el señor Parish. Su oficina estaba encima del cine mexicano. La escalera estaba oscura como un túnel después del resplandor de la calle. Avancé a tientas por el pasillo del segundo piso y atravesé una puerta maltratada que daba a una sala de espera. Sus muebles combados y sus revistas viejas podrían haber pertenecido a un dentista anticuado con pacientes de ingresos ínfimos. En el aire flotaba un olor a miedo y desesperanza como un gas sutil.

     A lo lejos, por encima de las copas de los árboles, la torre del Ayuntamiento destacaba con su color blanco contra el cielo, un símbolo de la ley y el orden y la prosperidad. Arranqué violentamente. Tras su fachada pacífica, la tarde se hallaba preñada de problemas. Como un monstruo luchando por ser expulsado del vientre azul del cielo.

     La luz en la autopista era roja. Lancé una mirada a Green. Regueros de lágrimas brillaban en su cara como estelas de caracol.

     -No puede ayudarme. -Me miró a través de la verja de alambre con algo parecido a la arrogancia patética, como un león que hubiera envejecido en cautividad-. Lárguese.

     (...) Se puso su sombrero ancho y se lo ató debajo de la barbilla como si fuera a ayudarle a mantener la cara unida.

     Sonrió como un cadáver en las manos de un diestro empleado de pompas fúnebres.

      (...) -Hizo una mueca, como si el filo de la navaja de la memoria le estuviera haciendo daño.


     Me miró a la cara, preguntándose si podía confiar en mí. Habló con voz indecisa:
     -Si está seguro de que está haciendo lo correcto...
     -Nadie lo está nunca.


     Mientras viajaba a la ciudad desde el sur, vi sus campos de aviación privados, sus manadas de alazanes y vacas escocesas, y sus vastas extensiones de algodón. También vi las cabañas y las barracas sin pintar y los campings para caravanas donde los trabajadores inmigrantes vivían en peores condiciones que los animales. Los animales valían dinero.


     Era muy joven; tal vez no pasaba de los veinte. La observé a una distancia estética con un poco de remordimiento.

     No le pregunté a qué se refería. Esperé a que continuara. Le llevó un rato, pero no me importaba. Me conformaba con estar sentado frente a ella mientras los segundos que pasaban tejían algo parecido a una intimidad silenciosa.



     Era una mala hora, y en algunos lugares el tránsito se arrastraba como una serpiente malherida.
(En La mirada del adiós)