martes, 25 de agosto de 2009

Roberto Arlt


El juguete rabioso

Me voy a lavar las manos con tu sangre, perra.




Los lanzallamas


Supongamos que yo pudiera convertirme en Dios. ¿Qué haría yo? ¿A quién condenaría? ¿Al que hizo mal porque era su ley hacer mal? No. ¿A quién condenaría, entonces? A quien habiendo podido convertirse en Dios para un ser humano, se negó a ser Dios. A ese le diría yo: ¿Cómo? ¿Pudiste enloquecer de felicidad a un alma, y te negaste? Al infierno, hijo de puta.

(…) en el vacío miraba tu cara, como si estuviera apenas dibujada en una película de vidrio.


¿No es horrible esto? Yo creí que me volvía loco. Así como lo oye. Durante un mes la bilis se me volcó en la sangre. Quedé amarillo como si me hubiera bañado en azafrán. Pues bien, ahora yo quiero triunfar, ¿sabe? La he visto una vez del brazo de otro. Quiero humillarla profundamente. No descansaré hasta alcanzar el máximun de altura. Es necesario que esa perra se encuentre con mi nombre en la ochava de todas las esquinas. Que la acose como un remordimiento. Pasaré, acuérdese, algún día frente a su casa levantando tierra con mi Rolls-Royce: impasible como un Dios.


Hay cosas que sin decirlas dos hombres las entienden. Y usted comprenderá que esas cosas que precisamente se archivan en el fondo del alma son las más intensas.


Soy un civilizado. No puedo creer en el coraje. Creo en la traición.


-¿Querés que hable? Pues tengo poco que decirte. No tengo ilusiones. No podré tener más ilusiones. A otros hombres los mueve alguna ilusión. Unos creen que tener dinero los hará felices, y trabajan como bestias para acumular oro. Y así los sorprende la Muerte. Otros creen que con el Poder serán dichosos. Y cuando les llega el poder, la sensibilidad para gustarlo se les hizo pedazos entre todas las bellaquerías que ejecutaron para conseguir el poder.
Los menos creen en la Gloria, y como esclavos trabajan su inútil obra de arte, que el cataclismo final sepultará en la nada. Y ellos, como los otros que se atormentan por el Oro o por el Poder, aprietan los dientes y mascullan blasfemias. Pero qué importa. Trabajando para conseguir el dinero o el poder o la gloria no se aperciben que se va acercando la muerte. Pero yo ¿en qué querés que ponga mis ilusiones? Decime.


Una tiniebla altísima guillotina el sueño de Erdosain. Es inútil. Las caras son terrestres, las mujeres altas y finas son terrestres, lámparas de cincuenta bujías iluminan los semblantes, y aún no ha sido fabricado el lecho de la compasión.
Como un cerdo que hociquea la empalizada de su pocilga para escapar del matadero, Erdosain golpea mentalmente cada leño de la empalizada espantosa del mundo que, aunque tiene leguas de circunferencia, es más estrecha que el chiquero bestial.
No puede escaparse. De un costado está la cárcel. Del otro el manicomio.
Hay veces que tiene ganas de emprenderla a martillazos con el muro de su habitación. A veces rechina los dientes, quisiera estar acurrucado junto al tope de una ametralladora. Barrería en abanico la ciudad. Caerían hombres, mujeres, niños. Él, en la culata de la ametralladora, sostendría suavemente la cinta de proyectiles.
Erdosain retrocede. Como un hombre que agotó su fortuna en una ruleta que gira. Girará siempre… pero él no podrá poner allí, en el cuadro verde, un solo centavo. Todos podrían jugar a ganar o perder…; él no podrá jugar nunca más. Se agotó.

Aguafuertes


¡Atenti , nena, que el tiempo pasa!
Y el tiempo pasa, nena. Pasa al galope; pasa con bronca.

El bizco enamorado
La moza tenía unos de esos ojazos que dicen “me gustan todos, todos, menos el que llevo al lado”.

El tímido llamado
(...) y, sin embargo, como un náufrago, se aferra a esa única tabla, porque todo hombre, en realidad, no podría vivir si no estuviera cogido con los dientes a una mentira o una ilusión.

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