jueves, 29 de septiembre de 2011

Eça de Queiroz, José Maria. Epistolario de Fradique Mendes














El placer con que componía estas cartas se nota en seguida por la forma del papel, espléndidas hojas de Whatman, bastante ebúrneas como para que la pluma corriese por ellas con el desembarazo con que la voz corta el aire; bastante amplias como para que en ellas cupiese el desarrollo de la más compleja idea; bastante fuertes, en su consistencia de pergamino, como para que no pudiese atacarlas la carcoma del tiempo. "He calculado ya, con la ayuda de Smith (le afirma él a Carlos Meyer), que cada una de mis cartas, en este papel, con sobre y estampilla, me cuesta 250 reis. De modo que, suponiendo vanidosamente que cada quinientas cartas mías contienen una idea, ésta viene a salirme en ciento veinticinco mil reis. Este sencillo cálculo bastará para que el Estado y la económica clase media que lo dirige impidan con ardor la educación del pueblo, ya que prueba palpablemente que fumar es más barato que pensar... contrapongo pensar y fumar porque son, ¡Oh Carlos!, dos operaciones idénticas que consisten en lanzar pequeñas nubes al viento".



No hay más que el hombre, entre los animales, que pueda mezclar la languidez de una mirada fina con las rebanadas de foie-gras. No lo haría seguramente un perro de buena raza. ¿Pero seríamos nosotros deseados por el "efímero femenino" si no fuese [por] esta providencial brutalidad? Sólo la porción de materia que hay en el hombre hace que las mujeres se resignen a la incorregible porción de ideal que en él hay también, para eterna perturbación del mundo. Lo que más perjudicó a Petrarca, a los ojos de Laura, fueron los Sonetos. Y cuando Romeo, ya con un pie en la escala de seda, se demoraba, desahogando su éxtasis en invocaciones a la noche y a la luna, Julieta tamborileaba con los dedos impacientes en el borde del balcón, y pensaba: "¡Oh, qué hablador eres, hijo de los Montescos!" Este detalle no viene en Shakespeare, pero está comprobado por todo el Renacimiento.



El hombre moderno, ése, aun en las alturas sociales, es un pobre Adán aplastado entre dos páginas de un código.



Un hombre sólo debe hablar con impecable seguridad y pureza la lengua de su tierra; todas las demás las debe hablar mal, orgullosamente mal, con aquel acento chato y falso que denuncia en seguida al extranjero.



(...) una soñadora idea de un soñador obstinado en sus sueños.

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