La máquina de escribir al otro lado de la pared volvió a arrancar como un apático pájaro carpintero.
Sus ojos eran del color de la miel de artemisa ligeramente adulterada.
Una luna más llena que la de la noche anterior subía detrás de los árboles y brillaba a través de las ramas como un pecho femenino apretado contra una reja de hierro forjado.
La carretera se convirtió en un túnel tallado por los faros delanteros de mi coche que se iba cerrando detrás de nosotros.
Era una noche dura y no se suavizó. Hacia las tres de la madrugada entré en Boulder Beach por el lado norte, donde los neones de los moteles colgaban sus fríos anzuelos en la oscuridad.
Contemplaba el cielo como si acabaran de crearlo.
Con un visible esfuerzo, se recompuso. Sacó una sonrisa de alguna reserva increíble, se la colocó en la cara y habló a través de ella.
Caminando por el desfiladero se puede ver todo el valle. En una mañana despejada, cuando se extiende ancho y colorido bajo un cielo blanco, flanqueado por montañas lejanas, parece la tierra prometida. Tal vez así sea para unos pocos, pero por cada chalé con aire acondicionado, piscina y pista privada de aterrizaje, hay docenas de casuchas de hojalata y caravanas desvencijadas donde viven las tribus perdidas de los inmigrantes. Y cuando sales de las áreas irrigadas te encuentras en un desierto gris donde no vive absolutamente nadie. Allí solo crecen torres y torres de perforación de petróleo que forman un bosque abstracto que no proyecta sombra alguna. El constante bombeo de sus bases hace que parezcan animales mecánicos.