Tanto los felices como los desgraciados viven su alegría o su tragedia excluyendo a los demás. No les importan, no existen. La felicidad y la desgracia son estados de enajenación. Y quienes son felices absolutos o desgraciados absolutos suelen permanecer extasiados de placer o aniquilados por el dolor sin precisar a los demás, quizá porque la dicha, como el sufrimiento, son en esencia personales.
Una enfermedad no es sólo una enfermedad, la pobreza nunca es sólo la pobreza, La enfermedad y la pobreza, se dice, nunca vienen solas. Vienen acompañadas por un sinfín de dolores que no son únicamente físicos. Por supuesto, el padecimiento físico también cuenta: el sufrimiento y el hambre atacan el cuerpo. Pero también se ensañan con el ánimo y los pensamientos. Y así como la enfermedad, a quien la vive, hace envidiar a los sanos, estos, los sanos, sienten un rencor instintivo hacia los enfermos. Con la pobreza ocurre un fenómeno similar. Los pobres miran con resentimiento a quienes no lo son y ellos, los que no son pobres, prefieren apartar la vista. Porque la enfermedad, como la pobreza, emite radiaciones. Hay gestos, maneras, olores que les son propios, característicos.
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