lunes, 13 de julio de 2009

Los quietos, Fernando Peña



(publicado en Crítica, 26 de mayo de 2009)



“¡¡¡No te levantes porque te juro que te hago un escándalo que no te olvidás nunca más!!!”, le dijo una mina a un pobre chabón ayer en una confitería. Yo estaba sentado en una mesa a unos metros y pude escuchar claramente la amenaza. Era triste, patético y vergonzoso, también daba miedo ver la cara de la mujer: estaba sacada, fuera de sí, era una hiena. En un momento, mientras seguía hablándole a su víctima, en voz baja pero firme, me miró bruscamente como amenazándome a mí también. Tuve miedo de que se diera cuenta de que yo había escuchado su amenaza y, entonces, caería yo también en la volteada. Ella seguía amenazándolo e insultándolo, lo rebajaba, lo intimidaba… lo tenía secuestrado. Secuestrado en la mesa. No se podía mover; si se movía, ella iba a hacerle el escándalo que le prometía y le tenía jurado. Él estaba pálido, con cara de yo no fui, estaba aterrado. Tenía los ojos abiertos como dos huevos duros, la boca abierta y estaba pasmado, en shock. Yo también estaba en shock, o al menos impresionado, todo era muy desagradable, muy agresivo, muy chocante. Ella seguía ordenándole en voz baja, se mordía los dientes y tenía los ojos desorbitados, se acomodaba el pelo obsesivamente a cada rato, fumaba compulsivamente y sorbía el café de a poco y sin parar. Pidió otro café. Él ya había terminado el suyo y ya no tomaba nada, como cumpliendo una penitencia; tenía la tacita vacía frente a él y no le quedaba ni la soda que te traen gratis en el vasito. Él estaba vació, paralizado, acorralado, preso. Ella seguía y seguía y seguía: “¡Porque yo de esto me estoy dando cuenta desde hace rato, yo sabía que me escondías algo, sorete de mierda, asqueroso, cobarde, mentiroso, hijo de puta; de ésta no te salvás, mierrrda, ladilla humana, poco hombre, porque eso es lo que sos, poco hombre, maricón de porquería!”.

Era realmente muy incómodo y, además, daba miedo estar ahí y ser testigo de esa escena tan cruel, tan humillante. Ni siquiera mi curiosidad pudo más: me levanté ahogado, pagué en la caja y me fui.

Mientras caminaba por Santa Fe, me aliviaba y me renovaba. Me sentía como cuando era chico y salía del cine de ver una de terror y necesitaba caminar al aire libre, tomar algo y despejarme para olvidar las imágenes, la sensación fea de la película, el gustito amargo en la garganta. Caminaba y pensaba. Estaba impresionado por lo que acababa de presenciar: una mujer sometiendo a un hombre, imprimiéndole terror, amenazándolo con ventilar algo y hacer un escándalo, y el hombre secuestrado en la mesa.

Pensaba en la cantidad de gente que vive este tipo de episodios, gente que vive en terror, en pánico, amenazada, postrada, sometida, reducida. Existen monstruos maquiavélicos que ejercen poder sobre ciertas personas. Las relaciones se establecen así la mayoría de las veces. Inconsciente o conscientemente hay algunos que no pueden relacionarse si no tienen el poder; hay personas que no toleran la igualdad, el dar y recibir, la armonía; sólo soportan y conocen el sometimiento y el dominio hacia el otro, que también lo permite.

Estas historias son más comunes de lo que se piensa. Si comenzamos a observar, en el día a día, vamos a ver muchas situaciones de poder y sometimiento a cada rato. Hay relaciones que ya están pautadas así, funcionan de esa forma.

Solamente con una mirada hay madres que frenan y postergan a sus hijos, hay maridos que con sólo respirar reprimen a sus mujeres, hay dueños que con un gesto dominan a sus perros y compañeritos de escuela que obtienen lo que quieren de los otros a través de amenazas, pactos de silencio, machetes o favores. Entre amigas mujeres es tremenda la competencia por el dominio en el grupo, se traicionan, se trafican secretos e información, se compite por la ropa, por el cuerpo, por el estatus social, por el dinero o por los puestos de los maridos. Existe entre hombres también una competencia feroz. Hablan las corbatas de una manera tajante, las zapatos, las tarjetas de crédito, los celulares, los autos y la mina que los acompaña. El hombre que invita a sus amigos, lejos de ser generoso, por lo general, es autoritario y al pagar tácitamente está dejando en claro que el que paga manda y que sus caprichos deben ser cumplidos.

Todo esto lo puedo comprender. Lo que no termino de entender es cómo es que el otro lo permite. La pregunta es: ¿Cómo convive el sometido con su estado? No estoy de acuerdo con teorías flojas y endebles que tratan de justificar a la víctima con argumentos tibios que aluden a su inseguridad, a su personalidad débil, a su bajo perfil o a su carácter introvertido. No creo que esté relacionado con la autoestima ni con la falta de orgullo u amor propio. No, pienso que se trata de una falta de respeto hacia uno mismo, una falta de conciencia y percepción, una falta de responsabilidad también. Permitir que un par ponga el cuerpo y su voluntad sobre nosotros, festejar en silencio que nos domine, nos someta y nos maneje a su antojo es imperdonable. Puede ser el principio de una cadena espantosa y trágica de sucesos que nos arruinen la vida, sin darnos cuenta nunca que todo comenzó con aquello que permitimos y hemos permitido hace tanto tiempo atrás. La persona que tolera el maltrato y el dominio es casi suicida, no le importa su vida. Su existencia no es símbolo y sinónimo de un acto digno y meritorio. Acaso le importe una pizca su vida como hecho biológico contrario a la muerte quieta y tiesa. Lo mantiene con vida el hecho de estar respirando, ya que respirar le subraya su lejanía y distancia con la muerte atroz, subterránea y eterna, que es a lo único que le teme. No le teme a la postergación de su ser, a la humillación, a no ser y a no tener el valor, el coraje y el orgullo de rebelarse y pelear, dar batalla, morder, torcer, empujar y sacudir al otro hasta ganar su identidad, su entidad, su territorio y, finalmente, su ser íntegro. No.

Cuando gana el silencio, el pudor, la conveniencia y la comodidad de la aparente tranquilidad es cuando comienza la traición a uno mismo y la poca admiración a nuestro tránsito por aquí, por lo conocido. Esto es lo conocido, tal vez no haya un más allá que nos dé la oportunidad para dar venganza; venganza a ellos que nos pisaron y a nosotros que lo permitimos, lo sostuvimos y lo celebramos.

Desde una mujer violada hasta un alfeñique peleando con un gladiador, pasando por uno solo contra las masas o un empleado contra su jefe, uno puede dar batalla y ganar o, por lo menos, morir heroicamente y no antes quedar torcido, moldeado, dominado, abusado.

Lo vemos cuando la gacela se retuerce con alma y vida hasta el final en las mandíbulas del león. La gacela no es víctima.

Las víctimas quedan quietas y siempre cometen un último acto de cobardía que es llamar monstruo al otro.

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