-Imagínate, por ejemplo, a un empleado que tiene que pasarse ocho horas al día sentado ante un escritorio. ¿Qué es lo que más le ayudaría a recuperar el sentido de la libertad durante unas vacaciones? ¿Marcharse fuera de la ciudad? No. Quedarse en casa e ir a la oficina cada día o casi cada día. Pero no durante ocho horas. Pondría el despertador a la misma hora de siempre para tener el placer de poder apagarlo y seguir durmiendo.
Cuando se levantara, iría a la oficina tardísimo y no tendría que preocuparse. Piensa en la libertad que supone entrar en el despacho a la diez y media o a las once, y sentarte ante tu escritorio sin que aquello tenga la menor importancia.
-Sigue- le pidió Millie.
-Pues va y se sienta ante su escritorio y apoya los pies sobre él..., sin tener que preocuparse de ser visto, o de no poder terminar su trabajo, porque no tiene nada que hacer. La satisfacción psíquica de estar allí sentado, sin hacer nada, y sabiendo que puede levantarse y marcharse cuando le dé la real gana, eso sería mil veces más provechoso y le haría sentir mil veces mejor que marcharse de la ciudad para regresar hecho una piltrafa.
-Con quemaduras de sol e indigestión.
-Y picaduras de insectos, y sin dinero porque bebió demasiado en una taberna barata y en esas condiciones intentó derrotar a un bandido manco.
Barney le llevó la botella sacudiendo la cabeza lúgubremente.
-Esa no es manera de beber, Tracy. No para un tipo como tú.
-¿Qué pasa con los tipos como yo?
-Eres un caballero.
-Vaya -dijo Tracy.
Maldito sea el espejo detrás de la barra. Porque le mostraba la imagen de otra barra, y de un borracho solitario con ojos desorbitados, sentado solo con cara de imbécil. Un imbécil en penumbra, porque las luces son tenues.
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