Mentía muy mal. Hablaba en voz baja, como si eso le permitiera no oir sus propias mentiras.
Sus ojos se volvieron duros y apagados, como los ojos de cristal que se colocan en las cabezas de ciervo.
Se calló, aunque yo esperaba que continuase. Pero eso fue todo. Acababa de contarme la historia de su vida.
En su voz no había nada excepto comprensión, y un suave tono de tristeza. Los celos y la rabia, la esperanza desesperada, todo se había consumido. Conducía a noventa y seis por hora, sin variar la velocidad, hacia la venganza final que el pasado quisiera tomarse con él.
Sus ojos aparecían cortantes como los bordes de los sueños rotos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario