¿Qué carajo saben ellos? Los apostadores comunes y corrientes que vienen a las carreras o merodean las casas de apuestas para divertirse, los profesionales que saben moverse y equilibrar la balanza entre el crédito y el débito... ninguno de ellos sabe qué es un jugador. Jugador es aquel que no tiene paz, que no tiene alivio, hasta que se aniquila a sí mismo. Yo soy un jugador.
Estaba bajando la escalera cuando Gus corrió para interceptarme, chorreando felicidad como si fuera salsa.
-¿Y bien, Harryboy? ¿Cómo van las cosas?
-Préstame un dólar para un taxi.
¿A que no saben lo que hice entonces? Lo único que tenía que hacer era dejar las cosas como estaban. Eso es lo que siempre me digo. Deja las cosas tal como están. Deja las cosas como están. Te salvaste. No vuelvas a poner la cabeza en la guillotina. Pero algo me espolea. Las palabras salen de mi boca. ¿De dónde vienen?
Brighton estaba atestado de gente por la temporada alta. El hotel estaba lleno de dueños de animales y grandes apostadores y el restaurante era un bullicio de fiestas regadas con champagne todas las noches. Marcia y yo nos habíamos llevado ropa buena, y yo andaba entre los cajetillas como si fuera uno de ellos. Por las noches recorríamos el casino y, debo decirles, con aquella mujer alta y elegante a mi lado, yo me sentía un rey.
Ni siquiera tuve que pedirle dinero a Marcia. Durante esos días, volví a tener suerte en las carreras. En realidad era Marcia la que tenía suerte. Apostaba por capricho y, para variar, yo la imitaba. Y ganamos, ganamos, ganamos sin parar. En el casino no me permitió sentarme a ninguna mesa de juego. Era fría como un témpano esa mujer. Pero jamás fallaba en las carreras. Ganamos lo suficiente para pagar nuestra estadía y darnos todos los gustos. Yo tenía la billetera llena, gastaba todas mis ganancias en Marcia y me sentía un hombre poderoso.
¿A que no saben lo que hice entonces? Lo único que tenía que hacer era dejar las cosas como estaban. Eso es lo que siempre me digo. Deja las cosas tal como están. Deja las cosas como están. Te salvaste. No vuelvas a poner la cabeza en la guillotina. Pero algo me espolea. Las palabras salen de mi boca. ¿De dónde vienen?
Brighton estaba atestado de gente por la temporada alta. El hotel estaba lleno de dueños de animales y grandes apostadores y el restaurante era un bullicio de fiestas regadas con champagne todas las noches. Marcia y yo nos habíamos llevado ropa buena, y yo andaba entre los cajetillas como si fuera uno de ellos. Por las noches recorríamos el casino y, debo decirles, con aquella mujer alta y elegante a mi lado, yo me sentía un rey.
Ni siquiera tuve que pedirle dinero a Marcia. Durante esos días, volví a tener suerte en las carreras. En realidad era Marcia la que tenía suerte. Apostaba por capricho y, para variar, yo la imitaba. Y ganamos, ganamos, ganamos sin parar. En el casino no me permitió sentarme a ninguna mesa de juego. Era fría como un témpano esa mujer. Pero jamás fallaba en las carreras. Ganamos lo suficiente para pagar nuestra estadía y darnos todos los gustos. Yo tenía la billetera llena, gastaba todas mis ganancias en Marcia y me sentía un hombre poderoso.
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