El señalero
Charles Dickens, trad. Borges
En Revista Multicolor N° 6, 6 de octubre 1934
¡Hola! ¡El de abajo!
Estaba parado a la
entrada de su casilla, haciendo flamear su banderita, cuando oyó la voz que lo
llamaba. Cualquiera hubiera supuesto que el hombre localizaría fácilmente el
lugar de donde provenía el llamado, pero en vez de levantar la cabeza y mirar
hacia donde yo estaba, se dio vuelta y miró hacia la vía. Había algo extraño en
su manera de hacerlo, aunque yo no hubiera podido precisar qué. Pero sé que fue
lo bastante extraño para atraer mi atención. No acertaba a explicarme el porqué
de su actitud. Sabía que tenía que haberme visto, yo estaba en una especie de
montículo donde el sol caía con toda su fuerza, tanto que tuve que protegerme
la cara con el brazo.
¡Hola, el de abajo!
Dejó de mirar la vía, levantó los ojos y me vio.
—¿Hay algún camino para
bajar hasta donde está usted? —pregunté. Me miró sin responder y dejé pasar
largo rato antes de formular de nuevo la pregunta. En eso se dejó oír una vaga
vibración en la tierra y en el aire, y luego una violenta pulsación. Retrocedí
unos pasos mientras el vapor del tren llegaba hasta mi altura. Cuando se
disipó, bajé la vista y vi al hombre enrollando la bandera que había ondeado
momentos antes, mientras pasaba el tren. Repetí mi pregunta. Después de un
momento, durante el cual me observó con gran atención, me señaló con su bandera
enrollada, un sendero que distaba unas trescientas yardas de donde yo estaba.
¡Muy bien!, le dije, comenzando a bajar por el camino en zigzag. Cuando llegué
cerca del hombre, vi que estaba parado entre los rieles, esperándome con una
actitud tan suspensa y, al mismo tiempo, tan desafiante, que me detuve, un
tanto extrañado. Era un hombre pálido, con espesas cejas y oscura barba. El
lugar en que desempeñaba su puesto, era el más desolado y triste que en mi vida
había visto. Estaba rodeado de una húmeda pared formada de piedras que excluía
toda vista exterior, a excepción de una estrecha faja de cielo. Más allá se
divisaba una sombría luz roja y un túnel más sombrío aún. Llegué lo bastante
cerca del hombre como para tocarlo, y no separó sus ojos de mí.
—Es un puesto solitario
para ocupar. ¿Eh? —le dije—. Atrajo mi atención al divisarlo desde allá arriba.
Serán raros los visitantes que se acerquen. ¿No?
Aquí terminó mi primer
intento para entablar conversación. La actitud del hombre me ahogaba las
palabras en la garganta. Dirigió una curiosa mirada a la luz roja, que estaba
inmediata a la boca del túnel y luego miró a su alrededor, como buscando algo
que se hubiera desprendido de la misma luz.
—¿Esa luz también está
a su cargo? —pregunté.
—¿Acaso usted no sabe
que sí? —contestó en voz baja.
Un pensamiento
inquietante pasó por mi cerebro al mirarlo detenidamente. ¡Tenía un aspecto tan
raro! ¿No sería un espíritu en lugar de un hombre? Retrocedí a mi vez. Al
hacerlo, descubrí en sus ojos una expresión de temor. Tenía miedo de mí. Esto
desechó mi anterior pensamiento.
—Usted me mira como si
me temiera —dije, forzando una sonrisa.
—Estaba pensando
—replicó— que lo había visto a usted antes.
—¿Adonde? —Señaló la
luz roja. —¿Allí? —pregunté.
Observándome
intensamente, me contestó, que sí, con la cabeza.
—¿Qué iba a estar
haciendo yo allí? Puede estar seguro de que nunca me ha visto antes.
— Creo que sí. Creo que
puedo estar seguro.
Sus maneras se
despejaron, lo mismo que las mías. Replicaba a mis observaciones ya mis
preguntas, con inteligencia y con palabras muy bien empleadas. ¿Tenía mucho que
hacer allí? Sí. Es decir, más era la responsabilidad que otra cosa, pues
trabajo material tenía muy poco. Casi toda su tarea consistía en cambiar las
señales, en vigilarlas luces, y en mover la palanca, de vez en cuando. Me llevó
a su casilla, donde había fuego, un escritorio, un instrumento telegráfico y
una pequeña campanilla eléctrica. Me contó algo de su vida. En su juventud fue
estudiante de filosofía y hasta asistió a conferencias; pero luego comenzó a
abandonarse a sí mismo, fue perdiendo, una tras otra, todas sus oportunidades y
cayó para no levantarse más. Ahora era muy tarde para comenzar de nuevo. Todo
esto me lo contó tranquilamente, repartiendo sus graves miradas entre el fuego
y yo. Varias veces la campanilla interrumpió su relato. Tenía que atender
mensajes y enviar respuestas. Otras veces, llegaba hasta la puerta y desplegaba
la bandera mientras pasaba el tren. Observé que desempeñaba su cargo con una
atención y una exactitud a toda prueba. Sin embargo, mientras me hablaba cortó
dos veces la conversación, cambiando de color inmediatamente, atendiendo a la
campanilla que no había sonado, abriendo la puerta y mirando la luz roja del
túnel. En ambas ocasiones, volvió hacia el fuego, con ese inexplicable aire que
noté en él cuando lo vi, al principio.
—Casi me hace pensar
usted que he encontrado a un hombre feliz —dije, con la intención de provocar
una confidencia de su parte.
—Lo era, señor—dijo—.
Pero ahora estoy muy preocupado, muy afligido.
—¿Qué le sucede?
—pregunté interesado.
—Es algo muy difícil de
contar, señor. Si usted me hiciera otra visita, trataría de referirle mis
aflicciones.
—¡Cómo no! ¿Cuándo
puedo venir?
—Puede venir a las diez
de la noche.
---Vendré a las once.
Me dio las gracias y me
acompañó hasta la puerta.
—Encenderé la luz
blanca para alumbrarle el camino. Una vez que no la necesite, no me grite nada.
Y cuando esté en lo alto, no llame tampoco, ¡por favor! Permítame que le haga
una pregunta: ¿Por qué gritó: ¡Hola, el de abajo!, cuando vino?
—Seguramente porque lo
vi a usted allí abajo.
—¿No por otra causa?
—¡Pero no! ¿Qué otra
razón podría haber tenido para gritar eso?
Me dio las buenas
noches y, como me había prometido, me guió desde su casilla con la luz blanca.
Llegué sin dificultades hasta la pensión y me acosté. Puntualmente puse los
pies sobre el sendero en zigzag a las once de la noche siguiente. El hombre
estaba esperándome con la luz blanca en alto.
—No he gritado —dije—.
¿Puedo hablar ahora?
— Sí, señor. Desde
luego.
—Buenas noches,
entonces. Aquí está mi mano.
—Buenas noches, señor,
y aquí está la mía.
Con esto, caminamos
hasta la casilla, en donde entramos. Cerró la puerta y se acercó al fuego,
junto a mí.
—Estoy decidido a
contarle el motivo de mis preocupaciones —dijo—. Ayer lo confundí a usted con
otro. Ese otro es el que me preocupa.
—¿Quién es?
—No sé. Nunca le vi la
cara. El brazo izquierdo se la tapa y el otro se agita violentamente. Así.
Seguí sus movimientos con la mirada. Eran
los de una persona que gesticulaba con desesperada vehemencia.
— Una noche de luna
—dijo el hombre— yo estaba sentado aquí, cuando oí una voz que gritaba:
"¡Hola! ¡El de abajo!". Me dirigí a la puerta y vi a ese Alguien
gesticulando como le expliqué, junto a la luz roja del túnel. Gritaba en forma
casi salvaje: "¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Despeje el camino!" y luego otra
vez: "¡Hola! ¡El de abajo! ¡Atención!". Tomé la lámpara con la luz roja
y corrí hacia él, preguntando qué sucedía. Iba a apartarle el brazo que todavía
le tapaba la cara, cuando desapareció.
—¿Adentro del túnel?
—dije yo.
—No. Entré al túnel,
alumbrando en todas direcciones, pero no había nadie. Volví corriendo aquí y
telegrafié: "He recibido una llamada de alarma. ¿Qué sucede?". 'Todo
bien" —respondieron.
—Sentí que me corría un
frío por la espina dorsal.
.—Seis horas después de
la "aparición" —continuó— sucedió aquel terrible accidente
ferroviario que usted recordará. Fue en esta misma línea. Los muertos y los
heridos fueron conducidos por el túnel, donde apareció el "espectro".
Me estremecí de nuevo.
Realmente, la coincidencia era sugestiva.
—Esto —continuó—
sucedió hace un año. Pasaron seis o siete meses y yo estaba repuesto de la
impresión, cuando un día, justo al amanecer, miré hacia el túnel y vi al
espectro otra vez. Pero no gritó ni agitó el brazo. Estaba silencioso y se
cubría la cara con las dos manos. Así.
Una vez más seguí su
gesto con la mirada. Era una actitud de duelo, como la que tienen las estatuas
que adornan las tumbas.
—¿Usted le fue al
encuentro? —pregunté.
—No. Me volví a la
casilla y me senté, tratando de coordinar mis ideas. Cuando salí de nuevo, el
espectro ya se había ido. Ese mismo día, al salir un tren del túnel, vi, por
una de sus ventanillas, una confusión de cabezas y de manos que se agitaban.
Apenas tuve tiempo de gritar al maquinista que parara. El tren llevaba mucho
impulso, de modo que sólo pudo detenerse unas cuantas yardas más allá, lo
corrí, y al aproximarme, oí terribles gritos y llantos. Una hermosa muchacha
había muerto repentinamente en uno de los compartimientos, la trajeron aquí y
la extendieron en el suelo. Justo aquí, entre nosotros dos.
Retiré instintivamente
mi silla.
—Es verdad, señor, es
verdad. Tal como se lo he contado.
No se me ocurría ningún
comentario. Tenía la boca seca. El viento y los alambres telegráficos iban
acompañando el relato.
—Y ahora, señor —dijo
el hombre— podrá apreciar lo terrible de mi situación. El espectro ha vuelto,
hace una semana. Desde esa fecha ha aparecido muchas veces al lado de la luz
roja. Siempre con el mismo gesto alarmado, moviendo el brazo. Ya no consigo
descansar ni dormir. Me llama continuamente, gritando: ¡El de abajo! ¡Cuidado!
¡Cuidado! Me hace señales con el brazo. Toca mi campanilla...
Presté atención a esto
.—Dígame —exclamé—.
¿Ayer tocó cuando usted fue a la puerta, durante mi visita?
—Dos veces
—Bueno. Vea cómo su
imaginación le engaña. Yo estuve atento a la campanilla y puedo afirmar que no
tocó esas dos veces que usted salió a indagar el porqué del llamado.
Sacudió la cabeza.
—Nunca he confundido la
campanilla del espectro con la de los hombres. La del espectro es
inconfundible. Es posible que usted no la haya oído. Pero yo sí.
— ¿Y el espectro estaba
allí cuando usted se asomó?
—Las dos veces.
Le pedí que saliéramos
a la puerta para ver si todavía estaba. No había nadie. Entramos otra vez y nos
acomodamos en los asientos.
—Yo quisiera saber la
significación del espectro. ¿Prevenir? ¿Cuál es el peligro? Sé que hay un
peligro sobre la línea. Alguna calamidad se cierne sobre este lugar. No se
puede dudar después de lo que ha pasado anteriormente. ¿Qué podré hacer? —Sacó
un pañuelo y se enjugó la frente. —No puedo dar un mensaje de alarma, pues no
tengo razón aparente para hacerlo. ¿Por qué no indicarme el lugar en el que
sucederá el accidente? ¿Por qué no sugerirme el modo de evitarlo, si es que
puede ser evitado? ¡Pobre de mí, solo, en esta casilla!
Su angustia daba
lástima. Se pasaba las manos por las sienes, se mesaba los cabellos, con
desesperación. Traté por última vez de tranquilizarlo. Le dije que no tenía
porqué afligirse, siendo, como era, un hombre tan celoso de su deber, tan
cumplidor, tan escrupuloso. Tuve éxito. La calma volvió a él. Las pequeñas
tareas del oficio distrajeron su atención. Lo dejé a las dos de la mañana. Le
hice el ofrecimiento de quedarme a pasar la noche con él, pero no quiso. Salí
con la mente confusa de imágenes. Pensaba en los sucesos que me había relatado.
El caso de este pobre hombre me preocupaba hondamente. Lo sabía inteligente,
exacto, laborioso; pero ¿cuánto tiempo duraría así? El estado de ánimo en que
se encontraba terminaría por hacerle perder la razón. Me hice el firme
propósito de hacerlo examinar por un buen médico, cuyo diagnóstico y cuyos
consejos pudieran, tal vez, prestarle ayuda. Sabía que al día siguiente lo
relevarían de su puesto poruñas horas y yo pensaba aprovechar éstas para
efectuar dicha diligencia.
La noche siguiente se
presentó lindísima, fresca. Salí temprano. Al aproximarme al montículo desde el
cual vi al señalero por primera vez, quedé paralizado por el terror. Allí, en
la boca del túnel, había un hombre que se cubría la cara con el brazo izquierdo
y agitaba el derecho. El horror sin nombre que se apoderó de mí se desvaneció
al momento, pues me di cuenta de que lo que había tomado por un espíritu era un
hombre de verdad. A una corta distancia había un grupo de hombres a quienes
hacía esas señales. Contra una pared de piedras había algo parecido a una
camilla de lona. Me acometió un terrible presentimiento. Corrí de prisa hacia
ellos
.—¿Qué sucede? —pregunté.
—El señalero ha muerto,
señor.
—No será el que vive en
esa casilla, supongo.
— Sí, señor. Es él.
—No es el que yo
conozco. ¿No es cierto?
—Usted lo reconocerá si
lo ha visto antes, señor—dijo uno de los hombres, levantando el lienzo que
cubría la camilla—. La cara no se ha desfigurado.
—¡Oh, Dios! —exclamé,
cuando el lienzo cayó de nuevo—. ¿Cómo sucedió? ¿Cómo ha podido suceder?
—Lo atropello el tren,
señor. Ningún hombre hubiera desempeñado mejor su puesto. No me explico cómo se
ha descuidado así. Tenía el farol encendido, en la mano. Le daba la espalda a
la máquina cuando ésta salió del túnel y lo mató. Aquel hombre conducía el
tren. Ahora estaba contando cómo había sucedido. Cuéntale al caballero, Tom.
—Al doblar la curva del
túnel, señor, yo lo vi en la vía. No había tiempo para frenar y le grité lo más
alto que pude.
—¿Qué le gritó?
— Le grité:
"¡Cuidado, el de abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por amor de Dios, despeje el
camino!". Fue un momento terrible, señor. No dejé de gritar, tratando de
atraer su atención. Me puse el brazo delante de los ojos, para no ver, y agité
el otro hasta lo último; pero todo fue inútil.
No quiero prolongar este relato. Pero voy a
recalcar la extraña coincidencia de que, el aviso del maquinista incluyera, no
sólo las palabras que el señalero me había repetido, sino las que yo usé la
primera vez y hasta el mismo gesto que él imitaba al contarme la historia del
espectro
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