-Trabajo para nuestras manos vacías - me dijo el tonelero de Sevilla, y quizá tuviera razón, porque el oficio de los hombres es duro, pero mucho más es no tenerlo, y por alguna razón que se me escapa el sudor de la frente no es suficiente para ganarse el pan.
-Cuando lleguemos a la Ciudad de los Césares, señor armero -me dijo Basilio Villarino mientras levantaba un jarro de agua gris con el mismo ademán que si bebiese vino-, espero que usted me forje una coraza de oro, que se parezca a la que llevó en fierro el soberano emperador Carlos Quinto.
-Pero, ¿y si ellos son felices así? -le pregunté.
-No me cabe duda de que son felices -me respondió-. Por eso hay que destruirlos.
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