(...) según una lógica imperiosa, los mayores decidieron que tenía que jugar en la defensa. En esa época tenía yo la idea de que la vida era un deber que tenía que cumplirse, no una fiesta que había que inventar, y por eso durante años me ceñí a esa indicación categórica, creciendo con la mentalidad de un defensor y ascendiendo en las categorías futbolísticas llevando en la espalda el número 3. Era, en esa época, un número carente de poesía, si bien aludía a una disciplina enérgica e imperturbable. Se correspondía más o menos con la idea, imperfecta, que me había hecho de mí mismo.
En ese fútbol, el defensor defendía. Era un tipo de juego en el que si uno llevaba en la espalda el número 3, podía jugar decenas de partidos sin traspasar nunca la línea del centro del campo. No era necesario. Si el balón estaba allí, tú esperabas aquí, y te tomabas un respiro. El asunto te proporcionaba una extraña percepción del partido. Yo, durante años, he visto a mi equipo marcando goles lejanos y vagamente misteriosos: era algo que ocurría allá al fondo, en una parte del campo que no conocía y que, a mis ojos de defensa lateral, reproducía el aura legendaria de una localidad balnearia, más allá de las montañas: mujeres y gambas. Cuando marcaban un gol, allá al fondo se abrazaban, esto lo recuerdo bien. Durante años vi cómo se abrazaban, desde lejos. De vez en cuando incluso me dio por recorrer todo el campo para unirme a ellos, y abrazarme yo también, pero la cosa no salía muy bien: uno siempre llegaba un poco tarde, cuando la parte más desinhibida del asunto ya había terminado; y era como emborracharse cuando los demás ya están volviendo para casa. Así que la mayor parte de las veces me quedaba en mi sitio: entre defensores, intercambiábamos alguna sobria mirada (...)
En esa época existía la marca al hombre. Esto significa que durante todo el partido jugabas pegado a un jugador contrario. Era lo único que se te pedía: anularlo. Este imperativo comportaba una intimidad casi embarazosa. Era un fútbol simple, por lo que yo, que llevaba el número 3, marcaba a su número 7, y los números 7 eran, en el fondo, todos iguales. Delgaditos, piernas torcidas, rápidos, algo anárquicos, unos liantes de cuidado. Hablaban mucho, se peleaban con todo el mundo, se ausentaban decenas de minutos, como presas de repentinas depresiones, y después te engañaban como serpientes, escabulléndose con una imprevista vitalidad que tenía el aspecto de la convulsión de un moribundo. (...) Lo demás era una partida de ajedrez en la que él llevaba las blancas. Él inventaba, tú destruías. Por lo que a mí respecta, el mejor resultado era verlo marcharse expulsado por protestar, sumido ya en plena crisis nerviosa, con sus compañeros mandándolo al infierno. Yo disfrutaba mucho cuando, al salir, anunciaba, gritando que él no volvería a jugar nunca más con ese equipo: ahí encontraba yo el sentido de un trabajo bien hecho.
(...) y cuando de verdad te encontrabas en dificultades se la pasabas hacia atrás al portero. Eso era todo. Me gustaba.
(...) Era esa clase de fútbol. Nunca he dejado de echarlo de menos.
(De Los bárbaros)
(De Los bárbaros)
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