Publicado en Página 12, 27 de agosto 2012 |
jueves, 30 de agosto de 2012
sábado, 25 de agosto de 2012
jueves, 16 de agosto de 2012
martes, 14 de agosto de 2012
Diálogo
Ha pasado mucho tiempo, Max | Anotaciones sobre una novela de Arturo Pérez-Reverte
-Lo has dicho antes: tu marido era culto, imaginativo y liberal… Pero recuerdo las marcas de golpes en tu piel.
Ella, que ha advertido el tono, lo observa con censura. Después vuelve el rostro hacia la bahía, en dirección al cono negruzco del Vesubio.
-Ha pasado mucho tiempo, Max… Eso es impropio de ti.
No responde. Se limita a estudiarla. Entornados los párpados de la mujer por la claridad del sol, el gesto multiplica el número de pequeñas arrugas en torno a sus ojos.
-Me casé muy joven. Él hizo que me asomara a pozos oscuros de mí misma.
-Y tú lo hiciste conmigo.
-Te gustaba mirar, como a mí. Recuerda aquellos espejos de hotel.
-No. Me gustaba mirarte mientras mirabas.
Una risa súbita, sonora, parece rejuvenecer los ojos dorados de la mujer. Ella sigue vuelta en dirección a la bahía.
-No te dejaste, amigo mío… Nunca fuiste un chico de ésos. Al contrario. Tan limpio siempre, pese a tus canalladas. Tan sano. Tan leal y recto en tus mentiras y traiciones.
-Por Dios, Mecha. Eras…
-Ahora ya no importa lo que era —se ha vuelto hacia él, súbitamente seria—. Pero tú sigues siendo un embaucador. Y no me mires así. Conozco esa mirada demasiado bien.
Se ha echado atrás en el respaldo de la silla. Permanece así un momento, cual si buscara memoria exacta en las facciones envejecidas del hombre que tiene delante.
-Vivías en territorio enemigo —dice al fin—. En plena y continua guerra. Sólo había que ver tus ojos.
-Nunca me gustaron las guerras. Suelen perderse.
-Ahora ya da lo mismo —ella asiente con frialdad—. Pero me gusta que no hayas estropeado tu sonrisa de buen chico… Esa elegancia que mantienes como el último cuadro en Waterloo. Me recuerdas mucho al hombre que olvidé. Aunque has envejecido, y no hablo del físico. Supongo que le ocurre a todos los hombres que alcanzan alguna clase de certidumbre… ¿Tienes muchas certidumbres, Max?
-Pocas. Sólo que los hombres dudan, recuerdan y mueren.
-Debe de ser eso. Es la duda la que mantiene joven, supongo… La certeza es como un virus maligno. Te contagia de vejez.
Mecha ha vuelto a poner la mano sobre el mantel. La piel moteada de vida y años.
-Recuerdos, has dicho. Los hombres recuerdan y mueren.
-A mi edad, sí —confirma él—. Ya sólo eso.
-¿Qué hay de las dudas?
-Pocas. Sólo incertidumbres, que no es lo mismo.
-¿Y qué te recuerdo yo?
-A mujeres que olvidé.
Ella parece advertir su irritación, porque ladea un poco la cabeza, observándolo con curiosidad.
-Mientes —dice al fin.
-Demuéstralo.
-Lo haré… Te aseguro que lo haré. Dame sólo unos días.
Éste es el paisaje que en otoño de 1966 ve el protagonista desde la ventana de su habitación del hotel Vittoria |
-Lo has dicho antes: tu marido era culto, imaginativo y liberal… Pero recuerdo las marcas de golpes en tu piel.
Ella, que ha advertido el tono, lo observa con censura. Después vuelve el rostro hacia la bahía, en dirección al cono negruzco del Vesubio.
-Ha pasado mucho tiempo, Max… Eso es impropio de ti.
No responde. Se limita a estudiarla. Entornados los párpados de la mujer por la claridad del sol, el gesto multiplica el número de pequeñas arrugas en torno a sus ojos.
-Me casé muy joven. Él hizo que me asomara a pozos oscuros de mí misma.
-Y tú lo hiciste conmigo.
-Te gustaba mirar, como a mí. Recuerda aquellos espejos de hotel.
-No. Me gustaba mirarte mientras mirabas.
Una risa súbita, sonora, parece rejuvenecer los ojos dorados de la mujer. Ella sigue vuelta en dirección a la bahía.
-No te dejaste, amigo mío… Nunca fuiste un chico de ésos. Al contrario. Tan limpio siempre, pese a tus canalladas. Tan sano. Tan leal y recto en tus mentiras y traiciones.
-Por Dios, Mecha. Eras…
-Ahora ya no importa lo que era —se ha vuelto hacia él, súbitamente seria—. Pero tú sigues siendo un embaucador. Y no me mires así. Conozco esa mirada demasiado bien.
Se ha echado atrás en el respaldo de la silla. Permanece así un momento, cual si buscara memoria exacta en las facciones envejecidas del hombre que tiene delante.
-Vivías en territorio enemigo —dice al fin—. En plena y continua guerra. Sólo había que ver tus ojos.
-Nunca me gustaron las guerras. Suelen perderse.
-Ahora ya da lo mismo —ella asiente con frialdad—. Pero me gusta que no hayas estropeado tu sonrisa de buen chico… Esa elegancia que mantienes como el último cuadro en Waterloo. Me recuerdas mucho al hombre que olvidé. Aunque has envejecido, y no hablo del físico. Supongo que le ocurre a todos los hombres que alcanzan alguna clase de certidumbre… ¿Tienes muchas certidumbres, Max?
-Pocas. Sólo que los hombres dudan, recuerdan y mueren.
-Debe de ser eso. Es la duda la que mantiene joven, supongo… La certeza es como un virus maligno. Te contagia de vejez.
Mecha ha vuelto a poner la mano sobre el mantel. La piel moteada de vida y años.
-Recuerdos, has dicho. Los hombres recuerdan y mueren.
-A mi edad, sí —confirma él—. Ya sólo eso.
-¿Qué hay de las dudas?
-Pocas. Sólo incertidumbres, que no es lo mismo.
-¿Y qué te recuerdo yo?
-A mujeres que olvidé.
Ella parece advertir su irritación, porque ladea un poco la cabeza, observándolo con curiosidad.
-Mientes —dice al fin.
-Demuéstralo.
-Lo haré… Te aseguro que lo haré. Dame sólo unos días.
sábado, 11 de agosto de 2012
Balzac.
Parecía conocer el secreto de esas débiles resistencias, de esos combates con los que los hombres se defienden ante sí mismos, y que les sirven para justificar sus actos censurables. (Papá Goriot)
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