Era sorprendentemente joven, o mejor dicho, yo aún no me había acostumbrado a mi propia edad.
Era un día espléndido. Me senté en un banco y reflexioné sobre el modo de zafarme de todo este asunto, pues me había despertado con esta decisión. El caso al que había dedicado tanto esfuerzo se me antojaba extraño, superfluo y, en cierto modo, falso. Es decir, mi entusiasmo era falso. Como si de pronto hubiera recobrado la razón o adquirido más inteligencia, reconocí mi falta de madurez, el mismo infantilismo que se ocultaba tras cada una de las decisiones que había tomado en la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario